14 de octubre de 2016

Las catacumbas: los cementerios cristianos en la antigua Roma



Imágenes: la primera corresponde a una escena del cubículo de La Velatio, en las catacumbas de Priscila, datadas en el siglo III; la segunda muestra a Cristo Salvador con el cordero, símbolo del alma. Catacumbas de San Calixto, en la Cripta de Lucina. Se fecha, también, en el siglo III.

Desde el siglo II los cristianos empiezan a ser sepultados en una serie de enterramientos comunitarios subterráneos que se conocen como catacumbas. En múltiples galerías laberínticas se aglomeraban grandes cantidades de sepulturas  que guardaban restos humanos de cristianos y reliquias de mártires y obispos.
Las catacumbas fueron construidas por los fossores, los trabajadores que con pico abrían las galerías y los cubículos, excavaban los sepulcros en suelos y paredes, decoraban  las tumbas con frescos e inhumaban los cadáveres. Estos enterradores o sepultureros formaban un orden eclesiástico en el seno de la Iglesia romana.
Durante el siglo IV el emperador Constantino, así como el Papa Dámaso, monumentalizaron las catacumbas, que empiezan a convertirse en meta de peregrinos. El abandono de estos cementerios se produce en la sexta centuria, cuando las reliquias de santos y mártires se trasladan a las iglesias que estaban dentro de las murallas de Roma. La sociedad grecorromana prohibía sepultar a los difuntos en  el interior de las ciudades, tanto por motivos rituales como sanitarios[1]. Es por ello que estos cementerios cristianos, como los paganos, se ubicaron fuera de las murallas y a lo largo de las vías que llevaban hacia la urbe, y en donde las familias pudientes exhibían su riqueza construyendo mausoleos.
El fin de los enterramientos  colectivos para cristianos no era aislarse y separarse de los paganos, sino garantizar la inhumación a los más necesitados, sobre todo si se tiene en cuenta que el suelo en Roma era ciertamente caro. De este modo, tanto el crecimiento de la comunidad cristiana durante el siglo III, como el inicio de un desarrollo eclesiástico, al margen de los evidentes valores de solidaridad, fueron claves en el crecimiento y mantenimiento  de las catacumbas.
El mantenimiento financiero de las catacumbas se llevaba a cabo a través de una caja común a la que se contribuía de modo voluntario a través de donaciones de diversa cuantía. Las tumbas eran, con casi total seguridad, propiedad eclesiástica, si bien en las épocas de las persecuciones fueron confiscadas y administradas por el estado romano. El obispo de Roma era el encargado de supervisar las catacumbas.
A pesar del evidente carácter comunitario de los cementerios conocidos como catacumbas, en ellos no imperaba la igualdad de trato. Además de los loculi, nichos excavados en las paredes unos encima de los otros, en las catacumbas existen espacios exclusivos, cubículos, con tumbas abiertas en el interior de un nicho protegido por un arco. En las catacumbas de Priscila, sin ir más lejos, se encuentra el hipogeo de la familia aristocrática de los Acilios, y la denominada capilla Griega, en donde se arraciman sepulcros, con inscripciones en griego y magníficas pinturas murales en las que se representan diversos episodios del Antiguo y Nuevo Testamento, de una misma familia. La decoración de las catacumbas, en cuyos repertorios predomina la figura del Buen Pastor, los retratos de los difuntos en actitud orante y las imágenes esplendorosas del Paraíso, refleja, de modo patente, las diferencias sociales de los que en ellas se inhumaban.
Mientras los loculi suelen ser anónimos, o presentan una inscripción muy escueta con el nombre del fallecido, los sarcófagos, en concreto aquellos del siglo IV y posteriores, evidencian el refinamiento y la riqueza de las grandes familias romanas[2]. Los loculi pueden, en ocasiones, exhibir ciertos objetos que fueron propiedad del muerto, como muñecos, fragmentos del vidrio o monedas. Sin embargo, los hipogeos familiares y los grandes cubículos pueden albergar grandes epitafios grabados o pintados en lápidas, sarcófagos ornados, pinturas al fresco e, incluso, mosaicos.
Los más famosos de estos cementerios subterráneos (de entre los sesenta conocidos) son las catacumbas de Priscila, las de San Calixto, en donde se encuentra la Cripta de los Papas que guarda las sepulturas de nueve pontífices que se sucedieron entre 230 y 283, además de los restos de tres obispos africanos que habían viajado a Roma, y las de San Sebastián, en donde se encuentra el Mausoleo de Marco Clodio Hermes. Además de las cristianas, también hubo algunas catacumbas judías en Roma. Destacan las catacumbas de Villa Torlonia, en la Vía Nomentana, en las que se puede apreciar una muy rica decoración pictórica en la que sobresale la representación de la menorá, candelabro judío de siete brazos.
A partir de Constantino, las catacumbas adquirieron el significado de lugares de memoria, de recuerdo de los tiempos de las persecuciones a los cristianos. El propio emperador las agranda y construye las basílicas dedicadas a los mártires. Con el tiempo, los obispos promocionaron las catacumbas como lugares sacros, provocando y facilitando con ello la llegada de peregrinos, un factor que confería prestigio a la sede romana, abriéndole las puertas para mostrar su primacía sobre las otras Iglesias[3].

Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB, Caracas. FEIAP, Granada.



[1] Solamente los héroes recibían sepultura intramuros.
[2] Los cristianos pudientes fueron enterrados, ya desde el siglo II, en espléndidos sarcófagos decorados con escenografía bíblica y diversos elementos alegóricos.
[3] El obispo Dámaso, en el último cuarto del siglo IV, llevó a cabo todo un programa de promoción de las catacumbas, un auténtico programa publicitario que hizo de Roma el eje fundamental de la cristiandad occidental.

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